Aunque para
ellos no existe un fecha especial y se limitan a compartir con mamá y papá su
día; se han ganado con sus años y hazañas cotidianas, un lugar en el corazón de
todos los que alguna vez sentimos el amor que profesan abuelas y abuelos.
Sin
embargo, si bien merecen ser reverenciados todos los días que les quedan por
vivir, por ser paradigma de sabiduría, sacrificio y entrega, no siempre
correspondemos a sus necesidades afectivas, e incluso materiales y
espirituales, olvidando que la vejez no es sinónimo de desilusión o
desesperanza; y que a ella, todos llegaremos, más tarde o más temprano.
Cierto es
que los “viejos”, son el puntal de la familia, mediadores entre hermanos,
primos e incluso padres e hijos; tal es así que en ocasiones cuando ya no
están, no siempre perduran las estrechas relaciones entre sus miembros.
También es
cierto, que ante esa condición de sostén, asumen responsabilidades que ya no
les tocan, pero que otros delegan; entonces sobre sus hombros, más allá del
peso de los años, achaques y enfermedades, está el compromiso de ayudar, cumplir
y hacerlo bien.
En nuestra
sociedad, esa imagen de la abuela tejiendo y el abuelo cuidando las plantas en
el jardín, se ha transformado; y no estoy siendo absoluta, pues existen
familias que han logrado sopesar sus problemas o se enfrentan a situaciones
menos complejas que otras, en las que los ancianos son atendidos y tratados
como ello.
Pero la
cara opuesta se evidencia cada día ante nuestros ojos: cuántas abuelas tienen
que lidiar con pañales, con tareas escolares y hasta con los novios de las
nietas; cuántas mamás salen a trabajar y delegan en ellas el cuidado de sus
hijos, el lavado de la ropa, la limpieza de la casa y además la elaboración de la
comida.
Entre los
roles más comunes de muchos adultos mayores está el ir de compras a la bodega y
cargar sendas jabas con los mandados de
todos los miembros del núcleo familiar, como si nadie más tuviera el tiempo
para hacerlo; sin embargo, rara vez los invitamos a ir de compras a una tienda
para regalarle una crema, o lo llevamos a tomarse un helado; será qué nos les
gusta, o que nosotros olvidamos sus gustos.
A ellos se
les puede ver amaneciendo en la cola del pan y el yogurt, que a veces ni
prueban, pero el compromiso de que sus nietos vayan desayunados al colegio se impone;
son de los primeros que se levantan y los últimos en acostarse, pues esperan
inquietos o dormitando en un butacón, la llegada de los jóvenes; hasta que no
entre el último de casa, no están tranquilos, esa es su premisa.
Están ahí
cuando más los necesitas, prestos a entregar sus ahorros para solucionar un
problema; a cederles su habitación a los recién casados; a servirse en su plato
lo que queda, en vez de lo mejor; a ser cómplices
de las travesuras de sus
nietos y hasta apoyarlos en una u otra mentirilla, para
que mamá o papá no se molesten.
Sutilezas parecerían, pero son sacrificios, años de entrega
absoluta a sustentar la familia, su más perfecta obra; sin embargo, en esa
convivencia no todo es color de rosa, las diferencias intergeneracionales son
muy frecuentes, en especial cuando los niños se convierten en adolescentes y
jóvenes.
Tener
que vivir bajo un mismo techo tres generaciones, a veces en viviendas sin espacio ni condiciones adecuadas
para ello, es bien difícil.
Por eso resulta imprescindible que los padres, desde edades
tempranas, incentiven el amor y respeto hacia los ancianos, hacia los abuelos;
para que aprendan a compartir con ellos momentos especiales, fechas
importantes, reuniones familiares o actividades recreativas; si el niño ve una relación
armoniosa, saludable y constructiva entre sus padres y abuelos, la suya será similar.
También resulta clave dejar marcado los límites en la
crianza de los pequeños; es la pareja quien debe explicar a los abuelos que
ellos tienen la última palabra sobre sus hijos, pero no lastimándoles su
autoestima, sino expresándoles que contar con ellos es maravilloso, aunque no haga lo que dicen. Solo
así se evitaría esa suerte de rivalidad, celos y luchas de poder.
Los abuelos
no deben convertirse en esclavos de los nietos y menos de los hijos e hijas,
una cosa es una colaboración elegida y otra, una obligación impuesta. Ellos pueden
ayudar a la mamá, pero nunca deberán ni podrán suplantarla.
Merecen el
respeto y dedicación que a veces no les
damos, que creemos va implícita en comprar las cosas de casa y entregar dinero
para la comida; quizás sin pretenderlo olvidamos lo mejor: servir a quien nos
sirve.
Los adultos
mayores precisan ser mejor atendidos por la familia, pues la vejez trae consigo
problemas de salud, fatiga, abatimiento, irritabilidad, depresión, desorientación,
fallos de memoria, deterioro grave en la autonomía personal y en ocasiones hasta
la soledad. Vuelven a ser niños, pero con el dolor de saber
que en cada amanecer se les va la vida.
Los abuelos
simbolizan la sabiduría y experiencia que a menudo necesitamos, merecen un
monumento al deber, a la consagración, merecen, más que el día que se le ha
privado para el agasajo, todos los días que les quedan por vivir.
La vejez, no es esa puerta abierta a las arrugas
y achaques, a la soledad y la amargura, si se tiene una familia capaz de dar
amor a sus ancianos. No
ha de ser dichoso el joven, sino el viejo que ha vivido una hermosa vida.
Estando aqui de mision en Qatar, he leido con gusto este articulo y coincido en que los abuelos se convierten en los faros y guias de nuestras familias.
ResponderEliminarDra. daritza Rodriguez Olivares